Hoy, 1º de mayo, Día del
trabajo, con un profundo reconocimiento a esas luchas obreras que nos han
traído beneficios impensables a quienes subsistimos gracias a un empleo, por
pura casualidad llego al capítulo Familia-trabajo: un binomio problemático del
libro Conversaciones con Violeta, de Florence Thomas, y leo allí que “Toda
mujer tiene el legítimo derecho a trabajar y a obtener una remuneración justa
por su trabajo”, continúo leyendo y las verdades allí develadas me generan
cierta incomodidad, respiro y pienso un poco, y luego entiendo que la molestia
me llega por tantas historias de mujeres que conozco, las cuales no ejercen o
se las ha negado este derecho, o lo que es quizá peor, pagan un alto precio por
ejercerlo.
En honor a ellas, algunas de
las cuales quizá se molestarían conmigo por mi posición sobre sus historias,
voy a contarlas, inaugurando así su voz callada, cercenada, invalidada:
Comienzo con un par de amigas
entre ellas, casadas con hombres que trabajan en el campo, no, no son
campesinos, son hombres de fincas podría decirse, uno dueño, el otro capataz. Y
ellas, ellas son mujeres a las que les corresponden las tareas del hogar: asear
la casa, lavar la ropa, hacer la comida, cuidar a los hijos. Podría pensarse
que no hay nada de injusto en esto, pues es solo una distribución de roles,
cada uno aporta: el uno lo económico y la otra, trabajo doméstico.
Personalmente creo que este tipo de pactos son válidos, siempre y cuando sea por
acuerdo y el trabajo de ambos sea valorado por igual. Pero no es el caso de
estas dos amigas, ellas no trabajan fuera de casa, porque sus maridos “no las
dejan”, vaya expresión que me hace doler el pecho. Si trabajar es un Derecho
Humano, y alguien impide el ejercicio de este derecho, ¿Eso cómo se llama?, ¿No
es algo como un delito?. Sumado a esto de que no las dejan trabajar, la labor
que ellas desempeñan en casa, no es remunerada, no hay un pago explícito por lo
que hacen en sus casas, por lo que dependen económicamente de manera exclusiva
de sus maridos. Además de esto, a estas mujeres se les exige no
engordar. Con mis propios oídos escuché al marido de una de ellas gritarle: “No
comas tanto porque te vas a poner gorda, igual a tus hermanas y tu mamá”. Se lo
gritó frente a muchas personas que estábamos en esa reunión. ¿Y ella que hizo?
Bajó su cabeza y dejó de comer.
Ella es una profesional,
especializada incluso, está casada con alguien también profesional y
especializado, varios años mayor que ella, cuando ella estudiaba en la universidad,
él ya trabajaba como profesional. Es un hombre trabajador, al que le va muy
bien en lo que hace. Hace algún tiempo él “le permitió trabajar”, así lo dice
triunfante, sintiendo que es un gran hombre por esto. Eso sí, ella puede
trabajar siempre y cuando no tenga puestos importantes, me arriesgo a pensar
que este hombre no soportaría que su mujer fuera más importante que él, pero lo
que él aduce es que esto supondría para ella, descuidar la casa y los hijos.
Así que ella acepta trabajos menores, teniendo en cuenta su cualificación
profesional, para poder tener tiempo para atender las labores de la casa y las
necesidades de los hijos, y del marido, por supuesto. Alguien podría decirme, “Pero
¿Por qué esto está mal? A los hijos hay que cuidarlos”, y puede tener razón, el
punto es que la casa y los hijos son de los dos, los dos son seres humanos
iguales, por lo que a los dos les asiste el derecho de trabajar y crecer
profesionalmente, y el deber de cuidar de los hijos y la casa.
Esta otra "ella", es una mujer
admirable, trabajadora incansable, con muchas ganas de superarse, es una mujer
humilde, de un estrato socioeconómico bajo, casada con alguien también de este
estrato. Ninguno de los dos es profesional, por lo que consiguen trabajos mal
remunerados que no les permiten cubrir bien sus necesidades y las de sus hijos.
Un día ella decide estudiar una carrera porque quiere ser profesional, y él la
apoya, ¿Ah si?, ¿Cómo la apoya?: ¡Le permite hacerlo! Ese es su apoyo. Como
debe trabajar fuera de casa, estudia las noches o fines de semana. Es decir,
trabaja en el día, estudia en la noche y fines de semana, pero además de esto,
le toca en el tiempo libre -que no tiene-: lavar, cocinar, planchar, arreglar a
los hijos, llevarlos y traerlos, “porque esas son cosas de mujeres”. Y lo peor,
alguna vez lo escuché yo misma decir: “Ella es muy perezosa” ¿Ahhhhh?
Y termino estos relatos
atrevidos, pero que sirven para ilustrar por qué la lucha feminista está
vigente y debe continuar, con la historia de un amigo profesional, de clase
media alta, casado con una mujer también profesional, que antes de casarse ya
ejercía su profesión, él dice: “Yo a ella, no le niego el derecho a trabajar
fuera de casa, ella siempre lo ha hecho, pero eso sí, ella en esta casa no pone
un peso, que lo que se gane se lo gaste en ella porque yo soy el hombre y yo
mantengo mi casa, ella aquí no va a mandar”. Esta historia no tendría tanto
tinte sino fuera por esa última frase sobre el poder que le daría a ella aportar económicamente en
la casa que vive, ¿Por qué no compartir ese poder?, ¿Por qué no ser iguales?,
¿Qué implica que ella no mande en su casa?
Son historias que duelen, y
hay muchas más. Sé que muchos podrán decir, incluso los protagonistas de ellas,
que estas mujeres así lo han decidido y así son felices, pero a mí, que las y
los he visto, no me convence, y me arriesgo a decir que es la fuerza de la
costumbre la que les da la idea de satisfacción, algunas no han contemplado que
las dinámicas pueden ser diferentes, otras temen que la desestabilización les
traiga dificultades para ellas y sus hijos, dificultades que prefieren no
tener.
Yo por mi parte, coincido con
la idea de que ser iguales en cuanto a derechos, pero también
responsabilidades, nos beneficia a todos. Como dice Florence Thomas, “Todo lo
que es bueno para las mujeres es bueno para los hombres y es bueno para la humanidad
entera”.