Para
mí [y quizá para todos sea así] es difícil separar mi modo de habitar y desplazarme
en este mundo de mis concepciones de la realidad; sin embargo, a veces he
sentido que no me muevo en éste de forma consciente, sino que las
circunstancias me van llevando, y esto puede ser bueno, pero también puede
hacer que termine participando en dinámicas que van en contravía de mi
cosmovisión. Sé que somos seres hechos de contradicciones, pero yo anhelo -al
menos- intentar desde la cotidianidad ser coherente con las representaciones que
me configuran.
Pienso
que las ideas cambian el mundo, y no quisiera conformarme con tener una idea
que crezca, sea exitosa y se acomode al aparato que ya funciona; me cuestiono
si, en aras del éxito, debemos acomodarnos a las realidades o, si mejor, desde el
escenario que construimos podemos intentar ajustar la realidad para que se
acomode a nosotros, para que responda a cómo soñamos el mundo en el que
habitamos; a veces me pregunto si vale la pena poner tanto esfuerzo para encajar,
y que en nombre del éxito terminemos perteneciendo a un sistema que explota,
que promueve la inequidad, que nos ha robado todo lo divino bajo la consigna
del rendimiento, la producción; ¿acaso lo malo del sistema de verdad es no
pertenecer a él o es el sistema lo que está mal, muy mal?, además ¿qué es el
éxito?
Creo
en el poder de transgredir el orden, [desde lo personal, me he visto haciéndolo
y he podido reconocer el sosiego de la liberación], creo que soñar todavía,
sabiendo cómo va este mundo, es un acto de resistencia, y eso me da esperanza,
me mueve.
Hay
muchas prácticas social y culturalmente naturalizadas que atentan contra la
dignidad humana; pienso, por ejemplo, en cómo las jerarquías favorecen a unos y
desfavorecen a otros, qué bueno crear algo en el que ensayemos relacionarnos de
otra manera; me he encontrado diciendo que estoy cansada de liderar, y
no lo hago desde la frustración de una derrota, sino desde la consciencia de
cómo los liderazgos a veces acarrean nocivas jerarquías que desconocen el
potencial de otros, de todos, para estar a cargo. Pienso en liderazgos
compartidos, en dinámicas comunitarias que aprovechen lo mejor de cada uno en
favor de un sueño común: trabajar desde lo que sabemos y lo que sabemos hacer
por un mundo con más justicia social.
Y
ahí va una utopía por la que quisiera trabajar: la justicia social; esto sin pretensiones
filantrópicas, que son a la larga un modo de jerarquía desde una bondad
arrogante, y un mecanismo presumido que le hace juego al sistema que no se
ocupa de lo que debe. Trabajar por la justicia social implica reconocer que los
otros no son simples desvalidos que necesitan nuestra ayuda como superiores,
sino que esos otros son nosotros mismos, y tienen mucho que dar, y que es
juntos como podemos construir y hacer caminos; implica también usar nuestros
privilegios para ser voz; pienso que a veces la cobardía se disfraza de
pesimismo y usa como arma el silencio que termina por avasallar al que con
nosotros camina. Pienso todo esto, pero no siempre lo hago. En fin, la incoherencia.
Esta
cita de la escritora feminista Silvia Federici condensa de buena forma algunas
de estas ideas: “Por eso, hay que repensar las actividades que nos reproducen
en el contexto de otra lógica, capaz de generar otro sentido común, capaz de
demostrar que se puede crear una sociedad sin explotación, sin jerarquías,
fundada sobre un principio de justicia social”
Últimamente,
he reflexionado sobre la autoexplotación a la que nos sometemos en aras de
perseguir un sueño que termina no perteneciéndonos; han llegado a incomodarme
los afanes de rendimiento, incluso desde lo académico, que convierte en
competencia la pasión, y termina siendo la pasión por competir; creo en
el sosiego de disfrutar lo que se hace sin la presión de la productividad
certificada.
He
pasado algunas horas repasando las ideas de la cuarta revolución, que dicen se
avecina, si es que ya no estamos inmersos en ella; me abruman las habilidades
visionadas como esenciales para sobrevivir a este fenómeno, pero me ilusionan
otras tesis que la avizoran más humana; al fin de cuentas, con tanta tecnología
hemos logrado aprender, ver y escuchar a través de las pantallas, pero seguimos
requiriendo la experiencia del encuentro humano para percibir el perfume que
nos atrae, acariciar, abrazar, besar y fundirnos en ese o esa que amamos. También
se habla de la economía del cuidado en la cuarta revolución, que pone
sobre la mesa la necesidad de visibilizar la preponderancia de las tareas domésticas,
de reproducción, de crianza, en la construcción de sociedad; de esta revolución
quiero ser parte.
Un
asunto que me ha llegado a incomodar, por lo falaz, lo tramposa que a veces
resulta es la democracia, que no deja de ser la “tiranía de la mayoría”; valdría
la pena practicar otros modos de decisión en comunidad; no sé si la unanimidad
pueda ser uno de ellos, o qué tan posible, verdadero o sano pueda resultar. He
pensado en cómo la búsqueda de libertad puede coexistir con estos modos de
relación para que el individuo en comunidad pueda sobre todo ser; ¿y qué
implica la libertad?
La
primera vez que hablé sobre la mayoría de estas ideas lo hice en medio de una
charla con amigas y amigos, la conversación me conmovió y el afán por retener
las lágrimas afectó -pensé en ese momento- el mensaje. Me molesté conmigo misma
por esto, luego caí en la cuenta de que consideraba que la manifestación de
emoción restaba peso a mis argumentos, porque este comportamiento es visto como
débil, codificado como femenino. La escritura de este texto me ha permitido
comprender que quizá éste sí sea un comportamiento propio de mujer, pero
no equivocado, quizá el error está en creer que la exposición de emociones
socava los argumentos y en no reconocer cómo éstas pueden ser el perfecto
paratexto de las tesis humanas.
Johana Cifuentes
*Advertencia:
Es probable que en mucho de esto no tenga razón, y puede que me cueste aceptarlo,
he leído que a veces solo buscamos sustentar las ideas que ya tenemos; lo que valida
e invalida a la vez esta proposición.
Alimento
para el pensamiento: “Investigadores de la Universidad de Yale han señalado que
la gente con estudios superiores se muestra más inquebrantable que nadie en sus
convicciones. Al fin y al cabo, la educación da herramientas para defender las
opiniones. Las personas inteligentes tienen mucha práctica en encontrar argumentos,
voces expertas y estudios que apuntalen sus creencias preexistentes, e
Internet, con la siguiente prueba sólo a un clic de distancia, nos pone más
fácil que nunca ser consumidores de opiniones similares a las nuestras”. (Rutger
Bregman)